Cuando Orfeo sigue a Eurídice más allá de las fronteras de lo mortal, los griegos abandonan la tragedia y descubren, no sin asombro, el teatro de...

   
   

    Cuando Orfeo sigue a Eurídice más allá de las fronteras de lo mortal, los griegos abandonan la tragedia y descubren, no sin asombro, el teatro de “boulevard”. La Leyenda nos ofrece el “ménage á trois” más suntuoso en la historia de las mezclas. Dos mortales y una señora de negro se dedican voluptuosamente al sutil juego del intercambio de efectos. Cuerpos bien helados, bien huesudos, con restos de primitivos deseos que estallan definitivamente, y con mayor saña, en el único lugar donde el amor puede prolongarse en el tiempo.
  Las tumbas se abren para convertirse en gélidas camas rococó donde Barbara Steele y Christopher Lee sabrán dar lecciones de buen amar. Precisamente en esta playa donde Edgar Allan Poe violase mentalmente el sepulcro de Annabel Lee, justo en su reino junto al mar.
  Ni más ni menos que la comunión, hecha expresa manifestación de lujo, de los cuerpos en quienes late todavía la fe en la esencialidad del instante.
Ya Nosferatu cambiaría su ataúd por el lecho nupcial de la bienaventurada después de haberse hecho bisexual al bucear en la sangre del afebo goethiano.
  El dominio de la carne sobre el espíritu se prolonga más allá de la muerte. Anthony Perkins diseca pájaros y diseca madres. Gozará por igual de la madre y de los pájaros y se olvidará de Janet Leigh hasta que Janet sea, a su vez, otra suntuosa muestra de cadáver deseable.
  Por otra parte, nunca desearemos tanto a Lady Madeleine de Usher como en este momento supremo, teñido de azul por Corman, en que su sombra palpita entre las tinieblas que envuelven la viscontíniana mansión de Vincent Price. O Morella. O Ligeia. O Hazel Court y también Nefernefer entregada a los embalsamadores… ¿Cuándo fueron más seductoras que en estos instantes euridicedianos en que su sexo se convierte en el nexo más vigoroso que emplazarnos pueda a la Eternidad? Gocémoslas, pues, que el cine ya las ha gozado.
  El cine, por otro lado, es necrofilia pura. Esas figuras sombrías que nos sonríen desde una pantalla jorobada se ofrecen a nuestro deseo como las excitantes damas de las tumbas que no enloquecen.
  En el cine, el sexo es una inmortalización del objeto como pudieran serlo las figuras horterísimas de cualquier museo de cera. Marilyn no murió en 1962. Está ya muerta en la primera imagen de su salida con los Hermanos Marx. La hemos deseado como a la amada que se intenta retener en el ataúd a base de besos. Desde el momento en que Claudia se deja fotografiar por Tonti, se convierte en un cadáver más que vendrá a aliviar la represión colectiva. A Claudia, a Marilyn, a Gianna Maria, no serán ustedes capaces de amarlas en carne cálida: las necesitan frías para efectuar, mediante una transposición de la pantalla en tumba, un acto amoroso digno de los necrofílicos más acrediados. Y así, en esta realidad momificada que es la imagen cinematográfica, Rock Hudson y Barbara Rush no son sino dos cadáveres que a un toque de campana del sepulturero Sirk, se abrazan a toque de maitines. O de Aves marías (Schubert, por supuesto). O de cantos gregorianos. O de lo que sea.
  Dentro de esta necrofilia irreversible que es en esencia y existencia toda imagen cinematográfica, vibran criaturas más necrofílicas que otras, en virtud especialmente de sus apariencias, es decir, del papel esencialmente necrofílico, por afinidad electiva, que les toca interpretar.
  El cine de terror resulta, pues, idóneo para que la necrofilia latente de la imagen en sí encuentre justa correspondencia – y máxima exaltación, con la necrofilia de los seres encargados por un guionista libidinoso de amarse fetalmente. En el amor como en el odio. En el placer como en la abulia.
  Ya, desde un principio, Tolstoi, Maupassant sabrán describirlo magistralmente en este sentido, el vampiro es el ser de ficción no sólo más propenso a la necrofilia, sino especialmente el más supeditado a ella. Estos seres que, ya por principio fundamental duermen en ataúdes, salen al exterior a hacer el amor, pero es en el ataúd donde el amor, por su necesidad, se gesta, se va desarrollando, alcanza la plenitud que obliga al vampiro a salir a la noche y buscar el amor donde lo encuentra (título inglés, por cierto, de “Los pianos mecánicos” bardemianos. Concomitancias).
  El acto amoroso del vampiro tiene su principio y fin, luego su apoteosis, en la cálida intimidad de las tumbas cerradas por un rayo de sol.
El incestuoso Bela Lugosi guarda a sus hermanas en un subterráneo gótico, y su sale a la noche londinense en busca de señorita aristocrática sabemos, a ciencia cierta, que no alcanzará con ella las sublimidades placenteras que aquellas pueden proporcionarle en las entelarañadas tinieblas.
Christopher Lee encontrará incomodo el lecho de su víctima y se quedará en pie para morder a gusto: añoranza de la comodidad de un ataúd minelliano, que no puede suplir, ni por mucho, un edredón más bien cursi de la belle époque.
  Barbara, convertida en el íncubo más seductor desde que Cyd violó a Kirk en las orgías romanas, llevará a su amante al pie mismo de la tumba donde ha venido yaciendo y culminará allí ese acto sexual de resucitada con que sus mortales y largos cabellos envuelven el pecho de George Ardisson.
  En Feuillade la necrofília aparecerá como un ímpetu más de los que minan, voluntariamente, el débil edificio de las apariencias. Y cuando Jorge Mistral descenderá a la tumba de Lilia Prado.
  Buñuel habrá conseguido algo más que apartarse definitivamente del espíritu de la Bronte: habrá dado a su visión del deseo una voluntad de eternidad que lo hará vampiril, y al deseo de los vampiros la única solución de que al placer venza al amor y la orgía de los sátiros venza a la esperanzadora mentira de Cármide Platónico.

Texto escrito por R. MOIX